"Para mí dar un plato de comida es dar vida"
Ahí va Toto a sus 37 años. Surcando los pasillos de su barrio en el que hay más caras curtidas que sonrisas. Se llama Raúl Humberto Solís, pero allí nadie lo sabe, solo su familia. Mientras camina, escucha vozarrones que repiten su apodo para saludarlo con el pulgar en alza. Sus manos rocosas ahora trasladan una heladera vieja reacondicionada a una casa vecina, más tarde llevarán colchones de un lado para otro, o una cama recién reparada a pinza y martillo, o un lavarropas al que le termina de cambiar la correa. También amasarán la mejor masa para pizza, harán el repulgue de unas cuantas docenas de empanadas o revolverán el guiso humeante en una olla de campaña para su merendero, “Locos por el ritmo”, que comenzó funcionando en el patio de su casa, y que en La Cava –donde él reside desde chico-, colabora con la alimentación de niños y familias que concurren para poder comer todos los días.
El siempre ríe, sobre todo cuando alguien lo elogia por su solidaridad. Su sonrisa es un escudo que lo protege del pudor que le causa el comentario. Cuenta que desde pequeño, después de ir a la escuela, viajaba hasta Retiro o Constitución para ayudarle a un familiar a pedir monedas porque la plata no alcanzaba. Y así se fue haciendo, a base de esfuerzo y puro corazón. En el hogar humilde, papá y mamá trabajaban duro hasta que se separaron. Y a veces le tocaba arreglarse solo. Como aquel mediodía cuando tenía ocho o nueve años y los mayores no llegaban. Entonces, se acercó a la cocina, encontró arroz y una lata de puré de tomate y puso manos a la obra: “Lo mezclé, lo calenté y me lo comí. No estaba muy rico, pero llené la panza. Ese día entendí lo que era el hambre, por eso no quiero que nadie sufra por no tener un pan para llevar a su mesa”, expresa con la voz quebrada de emoción.
A lo largo de su vida, Toto aprendió a desempeñarse en varios oficios, fue caddie, albañil, personal de limpieza y panadero, como ahora, fuente de sustento para él y su familia, Mercedes, su mujer, y sus hijos, Tomás de doce años y Elena Catalina de tres. Cuenta que está feliz porque hace muy poco se reencontró con Carla, su hija mayor, a quien reconoció, y eso lo pone más que contento. “Me perdonó, es hermosa”, bromea mientras saca del horno una pastafrola recién horneada.
El tiempo libre lo dedica esencialmente a lo que lo desvela, la tarea humanitaria. Empezó dando comida en su propia casa y ahora tiene un espacio que crece muy cerca de allí, donde además de ayudar con la alimentación de sus vecinos, todos los años se festeja El día del Niño y está poniendo en marcha distintas actividades deportivas y culturales para chicos de escuela primaria y también secundaria. “Pasé muchas cosas en mi vida, pero gracias ‘al de arriba’ nunca me crucé con gente que me tentara por el mal camino. Por eso quiero que pibes y pibas del barrio crezcan sanos, con oportunidades. ¿Por qué se llama ‘Locos por el ritmo’ el merendero? Porque acá, en este sector del barrio llamado 20 de junio, además armamos nuestra propia murga, ¡y somos muy buenos eh!”, explica y se divierte cuando lo cuenta.
Toto recuerda su infancia y adolescencia viendo a Rolando Hanglin –del que es fan- por ATC, tomando mate y comiendo tortas fritas que preparaban su madre, María de los Ángeles o su abuela Norma. Fue al colegio Santo Domingo Savio La Capilla hasta primer año, hasta que la prioridad esencial de su vida pasó a ser el trabajo para poder subsistir. Pasó buenas pero también malas con sus amigos: “Se me murieron muchos de mis compañeros de la calle, como Claudio, al que le decían Pato, que por cosas de la vida pasó un tiempo en la cárcel. Gracias a Dios no caí en el delito, siempre traté de superar dificultades con lo poco que tenía. Eso trato de inculcarle a mis hijos y a los chicos que conozco, que terminen la escuela, que sigan estudiando porque es lo que los puede salvar del hambre y la violencia”, cuenta mientras agradece la puerta para un baño que pudimos conseguirle a través de nuestra fundación, y le da los últimos toques de pintura a la cajonera que nos donó un alma solidaria como Natalia Castro. Así son los días de Toto, vertiginosos por trabajo. Ahora carga bolsas de cal y de cemento para continuar la obra en el espacio, y también de harina para preparar el plato del miércoles a la noche que ya se viene.
Anochece en La Cava, Toto se va a cocinar, y antes de despedirse, me dice: “¿Sabés una cosa? Para mí dar un plato de comida es dar vida”. Poco para agregar a su última definición, sólo que su calidad de ser humano sirva de ejemplo.
Escribe: Miguel Braillard